DIVINA COMEDIA

En algún día entre mayo y diciembre de 1978 fui bautizado en una capilla de calle Platón en Quinta Normal. Ese fue mi primer encuentro (sin consentimiento) con la iglesia católica. Vendrían horas de misas y oraciones, sacramentos y golpeteo de pecho.

Pero hay momentos que quedan en la memoria, por extraños, sorpresivos o jocosos que resultaran ser. Esos vale la pena reseñar.

Ritmos del Pueblo de Dios

Siempre me causó gracia que saliera la canción «Jesucristo» de Roberto Carlos, con todo y acordes. Esta suerte de cancionero eucarístico llamado Ritmos del Pueblo de Dios era parte de la lista de útiles escolares de los colegios confesionales ecuatorianos.

Otra particularidad que tenía es que cada nueva edición cambiaba el color de la portada. El primero que tuve en mis manos era de tonos rosado claro. La siguiente fue azul, y la última que tuve fue morada.

La contraportada siempre era igual; la editorial que publicaba el texto dejaba un anuncio de su librería, y en el rincón superior derecho una clásica foto de Robert Powell personificando a Jesús de Nazareth en blanco y negro.

Hay un par de canciones que me quedaron en la memoria. Una es «Id y enseñad», que melódicamente me gustaba mucho. A la letra nunca le puse mucha atención, pero sí a la música.

Y la otra era «Credo» de Carlos Mejía Godoy, que la conocía de un cassette que tenía mi padre, habitual de las iglesias nicaragüenses, y que me causaba gracia por el tono agresivo hacia Poncio Pilato en una de sus estrofas:

«Creo que fuiste golpeado / Con escarnio torturado / En la cruz martirizado siendo Pilatos pretor / El romano imperialista puñetero y desalmado / Que lavándose las manos quiso borrar el error»

En ese tiempo, con 8 o 9 años, no entendía alguno de los epítetos, pero sí lograba captar el enojo. Pero hoy me causa por lo bajo risa pensar en tantos feligreses que entonaron con pasión en el templo líricas aludiendo a la puñetería, aunque yo obviamente pienso en otra de las acepciones de la palabra.

La virgen del Empedrado

El rumor corrió fuerte en Ibarra, calculo que por el año 1988. La gente contaba que la virgen se aparecía sobre un árbol del sector del Empedrado. Con el pasar de los días la noticia se hizo nacional y la prensa ecuatoriana llegó hasta el lugar para tratar de registrar el portento.

Por esos días fuimos al lugar con mi madre, mi hermana menor y otros tantos conocidos que en estos momentos no logro recordar, sorprendiéndonos al llegar por las cientos de personas que rodeaban un árbol que en mi memoria tiene apariencia de sauce, aunque puede que no sea esa especie en realidad.

La gente miraba el árbol con expectativa, un ejercicio (si es que se lo puede llamar así) que duró horas hasta que con la llegada de la noche la visiones de la masa comenzaron. «Ahí está» gritaban algunos, lo que fue acompañado como un eco por una gran cantidad de personas. Giré la cabeza hacia el árbol y sólo veía una luz que venía de atrás del árbol haciendo que la sombra de sus ramas fueran proyectadas hacia nosotros. Pero nada más.

El gentío insistía y rezaba, pero yo nunca logré ver nada fuera de lo normal. Tampoco recuerdo que nuestros acompañantes lo hicieran.

Con bastante sorpresa respecto de esa muestra de histeria colectiva llegué a mi casa.

La única aparición que logré ver esa noche fue en el noticiero de Ecuavisa; mientras entrevistaban a uno de los supuestos testigos, por atrás del personaje en cuestión logré divisar el jockey verde y blanco que usaba en esa época, y luego mi silueta mirando el suelo para evitar tropezar en el terreno pedregoso. Fue la primera vez que aparecí en televisión.

Cuenta el rumor que al poco tiempo, el dueño del terreno cortó el árbol. Pero ignoró si los creyentes se mantuvieron fieles al lugar en cuestión.

«Señor mío y Dios mío»

La Basílica de La Merced es un templo ibarreño tradicional, frente al parque del mismo nombre. Como ya he dejado patente en estas publicaciones, detesto las imágenes de las iglesias. Pero en este caso, algunas de sus obras pictóricas me eran bastante atractivas, en especial aquellas que representaban la historia de la ciudad; el terremoto de 1868, la migración y el posterior retorno.

Solía ir con cierta frecuencia a la misa dominical allí, pero después de un tiempo, la consagración del vino y el pan se transformó en obsesión por una voz gangosa que se escuchaba con la respuesta «señor mío y Dios mío».

En mi cabeza de muchacho de 11 años no pensaba mucho en el lastre que podría significar para esa persona ser el centro de atención en cada servicio religioso, y por desgracia lo encontraba hasta gracioso. Fue lamentable que el principal estímulo para ir cada fin de semana era tratar de identificar de quién se trataba. Una tarea que se tornó infructuosa.

Sin embargo, en una jornada previa a mi primera comunión en La Merced mientras entonaba algún cántico de Ritmos del Pueblo de Dios, para mi asombro pasó junto a mí un acólito o seminarista con un tono muy conocido en conversación con un feligrés. Seguramente por su cercanía al micrófono del cura durante la consagración la respuesta se hacía más audible. El misterio estaba resuelto.

Pero ese templo seguiría proporcionando anécdotas. A los pocos días de ello, durante la realización de mi segundo y último sacramento, durante la ya mencionada consagración del «cuerpo y sangre de Cristo» el acólito pasó a segundo plano. Mi padre y otros acompañantes estaban con una carcajada mal contenida, de la que se enteró buena parte de la concurrencia.

Sin entender nada, tuve que esperar al final de la ceremonia para conocer la razón; resulta que el sacerdote que entregó el vino (cuyo nombre no recuerdo) tenía fama de beodo. Y cuando lo vieron con la copa en la mano, la compostura se les escapó por el campanario.

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